Filosofía oriental
Mi alumna chinita y yo repasamos Conocimiento del medio: con qué respira cada animal. Entonces, después de contarme que los mamíferos utilizan los pulmones y los peces, las branquias, me pregunta:
—De todos los seres vivos que existen, ¿cuáles son los más felices?
Tras el pasmo inicial y la risa casi terapéutica, le contesto, sin responder (en parte porque a veces me puede la cobardía y en parte porque sentí curiosidad por su razonamiento):
—Pueeees… no estoy segura, ¿cuáles crees tú que son los más felices?
—Los perros, no —me contesta ella, mucho más valiente que yo (por algo tiene 10 años)—. Porque no pueden llevar gafas, ni esas cosas que se ponen en las orejas, así redondas.
—¿Auriculares?
—Eso, auriculares. No pueden ponerse auriculares ni tampoco pueden andar con dos patas. Ni escribir. Y no pueden trabajar.
—A lo mejor son más felices por no trabajar —me aventuro—. Pueden estar todo el día jugando.
—Sí, pero no pueden comprarse ropa. Y los delfines tampoco son los más felices, porque solo pueden vivir en el agua.
Así que ni los perros, ni los delfines. Reconozco que sí se me ocurrió cuál podía ser el animal más feliz. A mi alumna no me atreví a confesárselo, pero enseguida me dije «el que menos piense», y ahí estaba el bichejo, dando botes y sonriendo. Yo no sé si tendrán problemas las pulgas, pero no sé por qué me parece que no. Aparte de esos collares malolientes que venden los veterinarios, no se me ocurre qué otro sin vivir pueden tener. Aunque a lo mejor me equivoco y es imposible que sean felices si no pueden ponerse unas gafas. ¿Habrá gafas para pulgas?, ¿y auriculares?
Como mi alumna había llegado a una conclusión más aliviante que la mía, decidí allanarle un poco el camino:
—Entonces, según tu teoría, parece que el hombre es el ser vivo más feliz, ¿no? Puede trabajar, escribir, llevar gafas y auriculares, caminar con dos patas, comprar ropa y no vive en el agua.
—Sí, es el hombre —concluyó con una sonrisa—. Y tú, ¿por qué no sabes cuál es el animal más feliz?, ¿es que no te lo enseñaron o es que ya no te acuerdas?
—Mmmm… No, no me lo enseñaron.
Llegadas a este punto, pretexté que se nos echaba el tiempo encima para cambiar de tema: la propiedad conmutativa, lección 3 de matemáticas. Aunque no lo parezca, a veces las propiedades pueden ser nuestras amigas.
Al rato, la cabecita de mi alumna se puso de nuevo en funcionamiento —¿deja de estarlo algún segundo?—:
—Esta suma es muy fácil —dice, apartando el cuaderno de la mesa—. Y a ti —continúa—, ¿qué curso te gusta más de todos?, ¿cuarto, quinto, sexto…?
—Pues no sé, me gustaron todos, hace mucho tiempo para acordarme de cuál me gustó más —aquí no salta ninguna pulga por mi cabeza.
Ella me mira con esos ojos que ponen a veces los padres, que dicen algo así como «no tienes remedio», y sentencia:
—No te acuerdas de nada. A este paso cuando seas vieja no te vas a acordar de cuando eras feliz.
o_O
—Y… ¿qué palabras tenías que subrayar en el ejercicio de lengua, las esdrújulas? —le pregunto a mi profesora de filosofía.