El pasado 26 hizo tres meses que empecé en mi actual trabajo mañanero. Para celebrarlo, y porque me lo pidió mi compañera, la Menchu, compré unas palmeritas de chocolate para el café de las once. Con la excusa, nos reunimos todos en la cocina, menos el nuevo (que no sabemos si no nos entiende porque es guiri, no nos oye porque no se quita nunca los cascos, o simplemente pasa de nosotros) y el súperjefe, que atendía otras obligaciones.
«¿A qué se deben las palmeritas?», preguntaban los chicos conforme iban entrando. «La Franchu (la Franchu soy yo, por aquello de que traduzco al francés), que está de tres meses», contestaban las chicas, maliciosas ellas. Uno de los chicos, llamémoslo Paco Martínez (no se me ocurre nadie más rancio así a bote pronto), aprovechando la circunstancia, se decidió a informarse. Y digo que aprovechó la circunstancia porque quedó clarísimo que llevaba tiempo rumiando su curiosidad, y se ve que esta ocasión le pareció suficientemente calva. Así que, muy ufano él, me comenta:
— Tu chico estará muy contento, ¿no? Tres meses ya.
— ¿Mi chico?, ¿tres meses? Pero has pillado que no son tres meses de embarazo, ¿no? Sino que llevo tres meses aquí.
— Si, bueno, eso. Que estará contento tu churri, digo.
— ¿Questarácontentomiquéee?
— Tu churri, tu chico, tu maromo…
— Pues no tengo, pero de tenerlo supongo que se alegraría por mí, sí.
— ¿No tienes novio?
En este momento repasé mentalmente a todos los chicos de la oficina, y concluí que me daba igual que supieran o no que estoy soltera —unos por feos, otros por casados, otros porque leen a Ken Follet y la mayoría por todo a la vez, están descartados de mi lista—. Aún así, fui sincera con Paco Martínez.
— No, no tengo novio.
— Ah —repuso él, muy pillín— como a veces hablas de «tu compañero de piso»…
— Claro, es que compañero de piso sí tengo, pero novio no.
Cara de póquer. En el fondo, esta gente que ha visto tan poco mundo me da un no sé qué tirando a penilla, yo creo que sacan mi yo más vanidoso o algo. No sé, será que vengo de un ambiente (el de estudiantes en ciudad ajena) bastante más abierto y estos otros me parecen recién salidos de los años 40. El caso es que se lo expliqué como si fuese un niño, en plan «yo sí, pero ella no».
— A ver: vivo con un chico, que por lo tanto es mi compañero de piso, y además es mi amigo, pero no somos pareja.
— Aaaah. O sea que vivís los dos —me dice dudando, como para ver si lo ha entendido bien.
— No —le contesto, para liarlo un poco más—, vivimos los tres: también está su hija.
— Peroooo… entonces… ¿La lavadora, por ejemplo, la ponéis juntos?
¿Será esta su forma de preguntarme si follamos? No lo tengo muy claro, pero como metáfora no está mal. Igual la uso en algún cuento: «Hacía ya varios meses que lavábamos la colada por separado… ».
—No —le contesto—, cada uno pone sus propias lavadoras. Pero con la comida, sin embargo, hay promiscuidad absoluta. Todos nos comemos lo de todos.
En fin, la conversación quedó aquí, no era plan de acabar diciendo alguna barbaridad. Aunque alguna vez dejaré de contenerme y le soltaré una buena a esta gente tan «del establishment». Yo me pregunto: ¿será cosa de los madrileños?, ¿por aquello de que, como aquí están todas las carreras, no se van de casa hasta que se casan —valga la cacofonía—? Aunque tengo amigos madrileños que no tienen esa mentalidad; ¿será cosa de los ingenieros, a quienes se les presupone una mentalidad tendente a la cuadriculación? Pero muchos amigos míos (y yo misma) aun teniendo título ingenieril tampoco pensamos así. No sé, no sé qué será.
Lo que me gustaría que supieran es que ellos, con su camino trazado de antemano (carrerita, curro en oficina de 9 a 9, hasta los 30 en casa con papá y mamá, noviazgo, bodorrio, esperamos dos años, un crío, esperamos dos años, otro crío) son tan marcianos para mí como yo para ellos.